jueves, 19 de septiembre de 2013

Arrojos

Si soltáramos las palabras al aire. ¿Dónde, cómo. cuándo, sobre quién caerían?. Las palabras duras y opacas, sobre puentes antiguos, Las preguntas dulces y fuertes sobre labios besando. Las palabras blandas y mohínas sobre los desiertos.
Pero en la página en blanco seguiría la espera. La paciente, la corriente espera de un tener que pacer la voluntad. Ya que no se acepta el azar en sus líneas. No se acepta ni siquiera la mirada de soslayo. Persiste de frente, como una acusación vergonzante.
Si en cambio arrojáramos las páginas en blanco, ¿qué sucedería?. ¿Se adherirían a ella tus palabras?. ¿Tendría finalmente un lugar el grito?.

A veces la página en blanco es un espejo. Que nos muestra aquello que aún no somos. La parte más verdadera donde sólo hay lo que no se ve. Donde aún sea todo posible. Lo que aún no somos es la mitad del puente. El sitio real donde acaba el yo, convenientemente alejado detrás del horizonte. 

Si soltáramos los "yo" al aire. ¿Alguien sabría donde volver a caerse?. ¿Alguien aguardaría a ser reconocido?. ¿O lograríamos finalmente dispersarnos, volvernos otros en nosotros, desde otros, como otros, para otros?.  Sólo así se haría el encuentro posible. Necesario es entonces empezar por perderse.

La noche anuda, sí, claro que anuda. Es fluido de silencio su copa llena. Silencio que recorre todos los lugares. Hasta llegar al sitio en el que escriben tus desbordes. En la noche los lugares te atraviesan. Y son lugares atravesados de gente. 
Cuando estés allí, allí, en ese sitio en que sólo el cántaro, la brisa o el descuido te vislumbren, cualquier palabra que alguien te dirija, esa será tu nombre.


domingo, 15 de septiembre de 2013

Cómo

I

El problema es redoblar la apuesta. Cada vez que se pueda, vislumbrar algo allí donde apenas acaba de doblar la esquina.
Poder  retenerlo no en el instante en que se marcha, sino en su representación, en su recuerdo.
El problema siempre consiste en atravesar de algún modo el horizonte, y encontrarnos de espalda frente a ello.
Escribir es un modo de hallar objetos perdidos. Estallando la sorpresa cuando nos enteramos de haber tenido aquello que no era nuestro, y devolverlo discretamente con palabras.
Escribir es un modo de allanar distancias, de mezclar los tiempos, de adunar restos y esperas, sobras y asombros, despojos y esperanzas.
Unir los nombres a los verbos. Descubrir los nombres de los verbos, y descubrir los verbos de los nombres. Porque todo es acción, ya que todo está en el tiempo. De modo que la distinción, la lejanía, la separación entre unos y otros, supone un profundo desgarramiento.
Escribir es encontrar la urdimbre, tejer el hilván que recupere las costuras de ese tránsito deshecho. Abstraído por las sombras de deberes infinitos, de infinita paciencia o de infinita claridad, en donde nos han retirado a estar solos.
Estar solos es estar sin verbos.
Y cómo referirnos a esta falta, sin hallar el cuerpo. Nuestro cuerpo que es más huella que presencia, que es presencia de las huellas, y que atrapa signos en su red nerviosa. Un diario del cuerpo no podría ostentar un yo, un centro de reverberaciones, un lugar por antonomasia, una sede única y radiante. Un texto es un texto en movimiento. Y el cuerpo lo persigue y lo acompaña, por lo que también se mueve en la escritura. Se mueve porque avanza el día, porque avanza la noche, porque cambia el paisaje, el clima, el orden, las palabras. Se escribe un diario, en todo caso, para fingir un yo, para pergeñarlo secretamente por la deducción de la constancia. De allí que el diario imponga regularidades. Pero precisamente las regularidades nos permiten sospechar de la existencia de un poderoso artificio de continuidad.
Cuántas palabras no se leen de tan obvias, o de tan precisas, o de tan formales, o de tan constantes.
Toca redoblar la apuesta, cuando aún no sabemos el tipo, el modo, ni el nombre del juego. Toca redoblarla siempre, para hacer notar la diferencia. Para que la huella que es el cuerpo que es el texto sobre el fondo de la hoja, sea finalmente vista, leída, escuchada, incorporada, en la huella que es el texto, que es el cuerpo sobre el fondo de la nada.
Esa nada que es la hoja sin texto, el cuerpo sin huella, la voz sin tránsito. El centro sin bordes que lo acerquen al encuentro.

Raúl Ceruti - 16 de septiembre de 2013.